No me gusta hablar demasiado del pasado, pero a veces es necesario echar la vista atrás para valorar dónde estás y cómo has llegado hasta aquí. Yo fui paracaidista profesional durante más de una década. Saltaba desde aviones con treinta kilos de equipo, lo hacía casi todos los días y en cualquier condición. Nunca me quejé. Era joven, fuerte y me gustaba mi trabajo. Lo veía como un reto físico diario, y por mucho que me doliera algo, nunca dejaba de entrenar o de cumplir con lo que tocara.
Pero el cuerpo no siempre acompaña a la mentalidad. Durante años ignoré dolores, pequeños avisos, molestias que venían y se iban. Hasta que un día dejaron de irse. Me había lesionado varias veces la espalda, pero las caídas repetidas y el impacto constante acabaron afectando también a mis rodillas. En los últimos años de servicio, ya no saltaba igual. Aumenté de peso sin darme cuenta. Cada vez me costaba más moverme, y seguí forzando. Hasta que me rompí.
Cuando te dicen que ya no volverás a andar igual
Recuerdo perfectamente el momento en el que el médico me miró y me dijo, sin rodeos, que tendría que aceptar una vida con movilidad reducida. Para entonces ya llevaba meses arrastrando dolores insoportables, y usaba la silla de ruedas casi a diario. Podía ponerme de pie unos minutos, pero el esfuerzo era tan grande que terminaba completamente empapado en sudor y con un dolor agudo en la zona lumbar que me dejaba seco.
Tenía 39 años. No me parecía justo estar así a esa edad. Pero tampoco encontraba salida. Había pasado por fisioterapia, me habían operado dos veces la columna, y las rodillas estaban tan deterioradas que me hablaban de prótesis. Me costaba dormir, me costaba vestirme solo, y hasta ir al baño era un esfuerzo físico que me obligaba a mentalizarme. Me sentía inútil. Y eso, después de haber sido un tipo fuerte y autónomo, te toca el orgullo más que ninguna otra cosa.
Lo último que me esperaba: alguien me propone probar yoga
No me voy a hacer el interesante. Cuando me dijeron por primera vez que probara yoga, solté una carcajada. Me imaginaba a señoras mayores estirándose en una sala con incienso. No entendía qué relación podía haber entre mi situación y eso. Pero fue mi hermano pequeño quien me lo dijo. Él lo había probado para el estrés y me insistió en que al menos lo intentara, que conocía a un instructor con experiencia con personas con movilidad limitada. No perdía nada.
Tardé varias semanas en decidirme. No tenía ganas de nada, la verdad. Pero acepté una clase por videollamada. El instructor fue lo primero que me sorprendió: directo, claro. Me dijo que, si podía mover un brazo, ya podíamos empezar. Así, tal cual.
Las primeras semanas no hice nada espectacular. Movía los dedos de los pies. Luego los tobillos. Empecé a conectar con partes de mi cuerpo que ni recordaba. Y, sobre todo, empecé a notar que algo se desbloqueaba, no solo físicamente, sino mentalmente. Por primera vez en mucho tiempo, no estaba centrado en lo que no podía hacer, sino en lo que sí.
Los pequeños avances que se sienten como logros enormes
Parece exagerado, pero la primera vez que logré mantenerme cinco minutos de pie sin agarrarme a nada, lloré. Me temblaban las piernas, pero ahí estaba. No necesitaba que nadie me sostuviera. No había ni música de fondo ni nadie aplaudiendo, pero para mí fue como subir una montaña.
Con los meses fui ganando movilidad. El instructor adaptaba cada ejercicio a mi estado. Si no podía girar el cuello, hacíamos respiración. Si no podía mover las piernas, trabajábamos el equilibrio sentado. Nunca sentí que me forzaban ni que se reían de mí. Al contrario. Me trataban con respeto y con normalidad, que es lo que más se agradece cuando uno se siente fuera de todo.
A los ocho meses ya podía andar con bastones. Y sí, me dolía, pero cada paso era un regalo. Me ayudaba también a bajar peso, aunque no lo hacía por eso. Simplemente, moverme ya era una forma de empezar a vivir de nuevo. El yoga, aunque suene raro, me devolvió la confianza en mi cuerpo. No fue milagroso, ni rápido, pero fue real.
La parte mental que no puedes dejar de lado
Aparte de lo físico, el yoga me ayudó mucho con la ansiedad. Cuando uno está atrapado en un cuerpo que no responde, la cabeza se convierte en una cárcel. Yo no dormía bien, pensaba todo el día en lo que no podía hacer y tenía una sensación constante de frustración. Pero con las respiraciones, con las sesiones suaves en las que solo escuchaba mi cuerpo, fui apagando esa parte de mí que vivía angustiada.
A veces, al terminar una sesión, me quedaba diez minutos en silencio. No hacía nada. Solo sentía el cuerpo. Y eso me ayudaba más que muchas terapias que había probado antes. No digo que sea la solución universal, pero en mi caso fue lo único que logró romper esa sensación de estar acabado. Volví a tener esperanza, y eso fue más importante que cualquier medicina.
Ver cómo otros también lo consiguen
En un retiro al que me invitaron tras un año de práctica, conocí a gente que también había mejorado mucho gracias al yoga. No eran atletas, ni eran jóvenes. Muchos estaban en situaciones incluso más complejas que la mía. Allí vi cómo un hombre con esclerosis múltiple recuperaba parte de su coordinación. Una mujer de casi setenta años, que no había podido subir escaleras en años, logró hacerlo sin ayuda después de meses de práctica.
Durante el retiro, los organizadores de la empresa Yoga te Transforma, compartieron algunos datos. Habían acompañado a más de mil personas en distintos niveles de movilidad, y el 78% había mejorado su calidad de vida al cabo de tres meses. Hablaban de reducción del dolor, mejoras en el sueño, aumento de la autonomía… Lo que yo viví no era una excepción.
Vi a personas dejar de tomar calmantes porque ya no los necesitaban, y a otras que volvían a tener energía para salir a la calle o jugar con sus nietos. Todo con una práctica suave, progresiva y bien guiada. Y no, no era ningún milagro. Era trabajo diario, pero accesible para cualquiera que quisiera comprometerse con su propio bienestar, aunque fuera poco a poco.
El día que volví a correr
Tardé dos años en volver a correr. No fue un sprint, fue trotar despacio, en una pista de tierra, con unas zapatillas normales y la respiración controlada. Iba solo. No quise avisar a nadie porque no sabía si lo lograría. Había estado practicando caminatas más largas, y sentía que ya tenía el control necesario para intentarlo.
Al principio me dio miedo. El impacto en las rodillas me recordaba momentos muy malos. Pero no dolía. Solo sentía el movimiento. Y me puse a llorar otra vez. Porque ese paso, que para otro es una cosa normal, para mí era una forma de decirle al mundo y a mí mismo: estoy de vuelta.
Hoy corro dos o tres veces por semana. Sigo haciendo yoga casi a diario, porque ya no lo veo como una recuperación, sino como una parte de mi vida. Me mantiene conectado conmigo, me cuida las articulaciones y me da esa pausa mental que tanto necesito.
Vivir con gratitud, sin dar nada por hecho
No voy a decirte que el yoga sea una fórmula mágica. Pero si has llegado a un punto en el que crees que ya no hay forma de mejorar, te animo a replanteártelo. Yo estuve ahí. Y no me salvó un medicamento ni una operación. Me salvó la constancia, el trabajo lento y el empezar a tratarme con paciencia.
Cuando uno está acostumbrado a exigirse todo el rato, cuesta mucho permitirse avanzar con suavidad. Yo aprendí que no tenía que demostrar nada a nadie. Solo escucharme, moverme un poco cada día, y no abandonar.
Hay algo muy valioso en volver a caminar cuando pensabas que no lo harías. No solo por el cuerpo. Es también una forma de reconectar con todo lo demás. Con la gente, con el aire, con el simple hecho de abrir una puerta sin pedir ayuda. Todo eso, que parece tan básico, cobra un sentido distinto cuando lo has perdido.
Seguir avanzando sin olvidar de dónde vengo
A día de hoy, no quiero dejar de moverme nunca más. No me obsesiona volver a tener el cuerpo que tenía a los veinte, ni batir ningún récord. Me importa poder agacharme sin dolor, subir unas escaleras sin pensar en cómo lo haré, correr si hace falta, y vivir con dignidad.
El yoga me dio todo eso, y más. Me ayudó a recuperar partes de mí que estaban dormidas, a dejar de verme como una carga, y a sentir que todavía puedo seguir sumando años con calidad. No me da vergüenza contar esto. Al contrario. Me parece que ojalá más gente se animara a probar algo así, aunque solo fuera por curiosidad.
Volver a andar no fue lo más importante. Lo importante fue volver a sentir que mi cuerpo no era un enemigo. Y eso, para mí, lo cambia todo.